El Heraldo

Hijos de la violencia

Por Jesús Ferro Bayona

La voz angustiada de un padre que en las afueras de Cali contaba cómo desde su dormitorio oyó de repente llorar de pánico a su pequeño hijo que jugaba en el jardín, mientras derribaban el portón de su casa unos indígenas de la minga que irrumpieron en el conjunto residencial donde vive, estremeció vivencias desagradables de un pasado que tengo sepultado en mi memoria.

Quienes nacimos en los años cuarenta del siglo pasado decimos que somos hijos de la violencia sin buscarlo. Empezamos a crecer bajo el impacto emocional del asesinato de Gaitán, el 9 de abril, que no entendíamos, y el desmadre de la gente enardecida con palos y machetes que recorría el territorio nacional, mientras los locutores de radio transmitían noticias con tal dramatismo que sentimos que estábamos en un caos social sin salida. En aquellos años todo era confuso: el estado de sitio decretado por Ospina Pérez, el golpe de Estado de Rojas Pinilla, el asesinato en una cantina de Bogotá del exguerrillero Guadalupe Salcedo, los discursos políticos –voces agudas que parecían salir de los sepulcros, y no es metáfora, porque Colombia estaba viviendo sucesos en los que se blandía el espectro de la muerte–. Vivimos el escalofrío de la dictadura, las muertes en el campo y las ciudades, los jóvenes asesinados el 9 de junio de 1953, la caída del dictador.

Vivimos la fundación de Marquetalia por parte de la guerrilla, el paro violento contra López Michelsen, el estatuto de seguridad de Turbay Ayala, la salida intempestiva de García Márquez hacia México, que los colombianos percibimos como si nos dejara a merced de fuerzas oscuras que aterraban. Sin lograr reponernos aún del miedo generalizado, se produjo la toma del Palacio de Justicia, el penoso llamado de Reyes Echandía, con el telón de fondo de una balacera y el ruido temible de tanques que veíamos en directo en la televisión subiendo a la brava por las escalinatas de aquel magno edificio en llamas. Y después siguieron las bombas de Pablo Escobar, la impresión horrorosa de que el narcotráfico gobernaba al país, los asesinatos de líderes políticos en los aeropuertos, el secuestro de Álvaro Gómez, la explosión del avión de Avianca, los disparos mortales contra Carlos Pizarro dentro de otro avión que apenas alzaba el vuelo, y, sin descansar, el proceso 8 mil, los secuestros interminables, los diálogos de paz en medio del conflicto, el desplazamiento de pueblos por los paramilitares, el terrorismo de las células urbanas de grupos guerrilleros de diversos nombres, los acuerdos de La Habana acompasados por el “Quizás, quizás…” que sonaba burlón ante un país en vilo.

¿Qué nos toca ahora? Manifestaciones indefinidas, vandalismo contra los bienes públicos y privados, odios en las redes sociales, diálogos que se alargan sin llegar a nada concreto hasta el momento. Los colombianos, que somos mayoría pacífica –entre los cuales nos contamos los hijos de la violencia–, no podemos continuar con esa cadena de rencores que han hecho tanto daño a la convivencia. ¿Para cuándo la paz tan frágil y esquiva?

OPINIÓN | PUNTOS DE VISTA

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2021-05-16T07:00:00.0000000Z

2021-05-16T07:00:00.0000000Z

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